viernes, abril 15, 2011

Trabajo, enfermedades mentales y coalición de intereses

Entrevista con Guillermo Rendueles "El estado de malestar" por Fidel Moreno, con la participación de Borja Casani, para El Estado Mental, Madrid 2011

(...) El trabajo ha perdido aquel gozo artesanal y se ha convertido en una actividad tan dolorosa que la propia alienación ha mutado la capacidad para trabajar en una especie de masoquismo. El tiempo de trabajo es ya algo que transforma vida —eso que fluye mientras hacemos algo— en dinero.

(...) Para mí, hoy, aceptando este tiempo de amores y trabajos líquidos, una persona literalmente sana es aquella que tiene la capacidad de mantener sus quejas y malestares en un ámbito privado. Cuando el malestar lo podemos mantener dentro de las redes naturales estaríamos hablando de personas sanas. La familia y los amigos, con su escucha y apoyo, contienen los malestares cotidianos. Cuando ese sufrimiento solicita una atención pública estaríamos fuera de la salud mental. También esta es una formulación ambigua: hay personas que soportan un gran sufrimiento pero son capaces de contenerlo dentro de los límites porque tienen buenos vínculos, y otros a los que les ocurre lo contrario; quizá sus problemas sean menores, pero no disponen de una buena red social donde contenerlos, y su única forma de reelaborar ese sufrimiento es la de quejarse ante un profesional. Por ejemplo, los nuevos tipos de enfermedad, eso que llaman burn-out (queme en el trabajo), la fibromialgia, la distimia... Todas esas quejas, que son hoy legión en los servicios de salud mental, no son nuevas enfermedades como se dice, sino viejos dolores cotidianos a los que se busca soluciones donde no las hay.

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En las consultas médicas se inician escaladas que no logran curar esas
seudoenfermedades y se recetan cataratas de fármacos que cronifican la malaria urbana. Con ello los consultorios de salud mental se metamorfosean en espacios de lamentación: no son pocos los pacientes que repiten durante 20 años, ante diversos terapeutas, las mismas quejas de su primera consulta.

(...) Los ansiolíticos son una demanda popular. Lo que nos indica que esta vida cotidiana sin ansiolíticos no se podría vivir. Si mañana desapareciesen los ansiolíticos, los ritmos cotidianos de sueño/vigilia y tranquilidad/agresividad de la mayor parte de nuestra sociedad cambiarían radicalmente.

(...) En el hospital hacia el que yo puedo derivar pacientes, a los 10 días ya está el jefe de servicio diciéndome que tengo que darle de alta porque les desequilibra la ratio de estancias. Es rarísimo que se pueda tener internado más de dos semanas a alguien en las unidades psiquiátricas. Lo cual, lógicamente, le obliga a readaptarse sin un lugar protegido donde reelaborar esa pérdida de realidad. Hace falta más tiempo para poder comprender por qué estás delirando.

Tener tiempo en un lugar seguro y apartado de la realidad, como eran los antiguos manicomios —edificios grandes, con jardines, donde, si no armabas mucho lío, las monjas te dejaban en paz y los psiquiatras tenían horas para escuchar tus delirios—, no era una mala solución si se compara con las modernas unidades actuales, donde el número de pacientes atados multiplica al de los antiguos pabellones. Con esa tranquilidad, con tiempo y con pequeñas dosis de neurolépticos, podías reelaborar las causas y desmontar el delirio. Castilla del Pino cuenta muy bien cómo se usaban antes los neurolépticos y cómo, en esas condiciones, el delirio acababa por pasar.(...)

Actualmente, con una teoría que se disfraza de comunitarismo, se afirma que el hospital es siempre malo y que en 12 días hay que echar a los pacientes a la calle. Cuando en realidad se hace por motivos económicos: las camas de los hospitales son disparatadamente caras. Con ello, hoy se administran unas dosis de neurolépticos que multiplican por nueve o por 10 las dosis que se daban a los locos que pasaban largas estancias en el manicomio. (...)

La medicalización con neurolépticos es además el gran negocio de la industria farmacéutica. Los precios se han multiplicado por mil y no está justificado que los nuevos sean más eficaces —como reconoce la propia industria neuroléptica— que los antiguos. Producen menores efectos secundarios, pero no son más eficaces contra la psicosis.

Aparece, pues, una nueva coalición de intereses: la administración que no quiere largas estancias, los laboratorios farmacéuticos que quieren negocio, y los propios médicos.

No hay hoy ningún congreso de psiquiatría que se haga sin la ayuda de los grandes laboratorios. Todas las asociaciones están subvencionadas y patrocinadas por los laboratorios (... )Ningún psiquiatra puede pagar las cuotas congresuales o los hoteles sin el soporte de la industria. Y en esta coalición de intereses lo que ha desaparecido, lamentablemente, es el discurso del paciente. (...)

Hoy hay un número 20 o 30 veces mayor de pacientes atados —atados literalmente— a las camas. Y ello es en respuesta a las medidas pedidas por los familiares. Efectivamente, cuanta más libertad hay, más posibilidades se dan de que uno se escape, o de que haya un suicidio. Los problemas se judicializan inmediatamente, el personal sanitario se acojona, y así llegamos a las unidades hospitalarias para salud mental que tenemos hoy, en las que en 15 días tienes que resolver un cuadro imposible de resolver en ese tiempo, y donde los pacientes están encerrados, atados, supervigilados y presionados por todo el mundo.

(...) Bertolt Brecht decía que solo al que le queman los pies en la cabaña se decide a salir afuera sin reparar si llueve o truena. “Solo de los sin esperanza nos viene la esperanza”; es el final de un libro de Marcuse que sirvió de programa a mi generación. En ambas citas quiero ver esas posibilidades de cambio.

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